Cuando marzo marcaba el inicio del tiempo
Durante gran parte de la historia, el Año Nuevo no comenzaba en enero, sino en marzo, y esto tenía una lógica profundamente ligada a la vida cotidiana de las antiguas civilizaciones, especialmente la romana. En sus primeros calendarios, los romanos organizaban el año según los ciclos agrícolas y religiosos, por lo que marzo simbolizaba el renacer de la naturaleza, el inicio de las cosechas, las campañas militares y las actividades públicas. Los meses de invierno, en cambio, eran considerados un periodo improductivo y, durante siglos, ni siquiera tuvieron nombre oficial.
El calendario romano original constaba de solo diez meses y comenzaba en marzo, dedicado al dios Marte. Esta estructura reflejaba una sociedad centrada en la agricultura y la guerra, donde el tiempo se medía por lo que era útil y observable. Fue hasta el siglo VII a.C. cuando se añadieron los meses de enero y febrero, aunque estos quedaron al final del año y no modificaron de inmediato el inicio del ciclo anual.
Con el paso del tiempo, los ajustes políticos y religiosos comenzaron a influir en la medición del tiempo. Enero tomó su nombre de Jano, el dios de los comienzos y las transiciones, lo que poco a poco le dio un peso simbólico mayor. Sin embargo, el calendario seguía siendo inestable, basado en ciclos lunares que no coincidían con las estaciones, lo que generaba confusión y constantes correcciones.
La transformación definitiva llegó con la reforma del calendario juliano impulsada por Julio César en el año 45 a.C., que estableció un sistema solar más preciso y fijó el 1 de enero como inicio del año civil. Aun así, esta fecha tardó siglos en consolidarse, ya que durante la Edad Media distintas regiones celebraban el Año Nuevo en días diferentes, ligados a festividades religiosas.
No fue sino hasta la adopción del calendario gregoriano en 1582 cuando el 1 de enero se estableció de manera más uniforme como el comienzo del año en gran parte del mundo. Aun así, la historia demuestra que la forma en la que medimos el tiempo no es universal ni eterna, sino el resultado de decisiones culturales, religiosas y políticas que han cambiado a lo largo de los siglos.